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Cabeza de pescado

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A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas. Marcel Proust […]

A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas.

Marcel Proust

Como los pescados comienzo a descomponerme por la cabeza. Una emoción febril y desordenada que me dirige a mi destino. Atravesar la sombra de las alucinaciones. Atravesar la sombra de la línea roja que cruza mi escritorio y se mete dentro mí y quiere llegar al fondo fondo fondo. La línea de los seis bastos que construyen el hogar que más tarde podré habitar. Un lugar remoto donde el huésped que me habita siente un repentino dolor, tembloroso cascarón rompe el silencio. Quiero tocar el ala aterciopelada deslizarme por sus rodillas, extender mis brazos desnudos, contraer los músculos y acceder al umbral luminoso de luz y muerte. Un paisaje de cuerpos cruzados y contenidos. En el medio, justo en el medio, una torta como símbolo de union y pureza que más tarde caerá como los sueños de amor eterno y aparecerá el placer del cuerpo ausente, el alma solitaria. Una correntada de aire continuo mueve las hojas y me produce el trance. La inteligencia está en entender que saber esperar genera espacios de receptividad pero ¿cómo alimento a la luz maligna del deseo?
Sé que debo prepararme. Limpiar la superficie. Surcar la palabra para que aparezca más tarde debajo de una manta , cuando los arboles se inclinen hacia mí y arrastren la lluvia y el roció cubriéndome con sus ramas. Cuando el silencio desvanezca todo lo sólido a mi alrededor y la imaginación se purifique. Ese instante involuntario que me despego de la postura de placer y el cuerpo, la mente y el alma se convierten en un río que fluye desde la montaña como una sola unidad que luego se evapora para oxigenar la piel y las ideas. La conciencia superior que habilita un nuevo deseo de comunicación sostenida por una trama de huesos tejidos por vientos fríos y secos provenientes del suroeste que generan una tormenta de polvo. Los cardos rusos cruzan de una punta a la otra y no van a ningún lugar. Todo es eterno porque existe la memoria y el cuerpo protege mi alma y acumula la experiencia y la palabra subiste y se salva bajo el caldén de las quintas, en los cardales tupidos, en el amarillo del pasto duro, en la tierra árida, en las largas extensiones de llanura y en la desilusión del que la transita.

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