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Disputas en bronce

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La semana pasada se publicó una nota muy llamativa en un medio pampeano que relataba las aventuras de un grupo […]

La semana pasada se publicó una nota muy llamativa en un medio pampeano que relataba las aventuras de un grupo de militantes peronistas que había ideado un plan para destruir un monumento. Pero no era cualquiera de ellos sino que se trataba de una estatua conmemorativa del golpe de Estado de 1955.

En el marco de la conmemoración de un nuevo aniversario de aquel fatídico día en el que aviones militares bombardearon Plaza de Mayo buscando asesinar al entonces presidente Juan Domingo Perón, la reflexión acerca del lugar que ocupan los monumentos en general, y esa estatua en particular cobra mucho sentido.

El uso de estatuas conmemorativas de hechos y personajes de nuestra historia tienen su origen, en nuestro país, hacia finales del siglo XIX. La llegada de una gran cantidad de personas provenientes de diversos países puso en el centro del debate las formas en las cuales volver a los extranjeros argentinos (sí mis queridxs lectorxs… la nación es una construcción por parte de los Estados para homogeneizar –y controlar mejor– a la población). Los funcionarios estatales se vieron en la necesidad de inventar, desarrollar prácticas, símbolos, contenidos nacionales y apelar al pasado para legitimar la identidad; en un momento crítico estos elementos sirvieron para construir y conservar la nacionalidad argentina.

Por ello las autoridades educativas se orientaron a otorgar rele­vancia, en cambio, a la celebración de las fiestas cívicas en las escuelas, convencidas de que ellas serían las que ayudarían a cimentar el espíritu nacional. En ese contexto el emplazamiento de estatuas y monumentos resultó una idea interesante para dar a conocer los héroes de la patria y los hechos que volvieron posible la independencia, siempre reforzando la visión oficial de los mismos.

Eso responde a por qué hay bustos de diversos personajes de nuestra historia en las plazas y espacios públicos de cualquier ciudad o pueblo del país que visitemos. Por más pequeño que sea el lugar, seguro la plaza principal se va a llamar San Martín y vamos a poder encontrar bustos de Mitre, Belgrano, Sarmiento, Mariano Moreno, etc. Todos ellos forman parte del panteón de héroes nacionales y funcionan simbólicamente como representación de la nación.

En palabras de Ricardo Rojas se trata de una “pedagogía de las estatuas”. Y cumple una función de importancia en el repertorio de recursos simbólicos para educar “civicamente” a la población. Lo que me gusta de esa pedagogía es que transcurre en espacios urbanos y se la puede “leer” e interpretar en los recorridos que hacemos por calles y plazas, por parques y por avenidas y por eso podemos acercarnos, tocarlos, rayarlos y hasta dañarlos. ¿Por qué hacer esto último? ¿Qué puede pasar para que alguien quiera dañar una estatua que es de todxs? Acá es cuando la cuestión simbólica –y me gustaría agregar también ideológica– entra en juego. Porque los diferentes monumentos públicos simbolizan algo… puede ser un valor, una hazaña, un hecho, casi siempre vinculado con lo histórico. Y en todos ellos siempre van a haber vencedores y perdedores, o personas que no estén a favor de lo que aconteció en el pasado o la forma en la que ese pasado se cuenta. Esos conflictos, esas disputas por “los sentidos públicos del pasado” citando a un gran historiador, se manifiestan en los daños que sufren muchas de las estatuas o monumentos. Es allí donde a mi me gusta decir que la historia cobra vida y es allí donde se disputan las construcciones de sentido.

El caso de la estatua que conmemoraba el golpe de Estado de 1955 en la localidad de Salliqueló es uno de estos conflictos. Además de ser el símbolo más explícito del antiperonismo en el país, reivindicaba un evento –el golpe de Estado– que está cubierto de ilegitimidad por donde se lo mire.

Si vamos un poco más allá, los propios nombres de las calles también forman parte de esa batalla cultural que pone a los personajes históricos de uno u otro lado. El caso del cambio de nombre de la Avenida Roca en la ciudad de Santa Rosa es paradigmático en ese sentido. No sólo da cuenta de que las disputas también son por los nombres y no solo por las estatuas, además muestra el constante movimiento de revisión histórica por el que pasa todo el panteón nacional. El rechazo a la figura de Julio Argentino Roca en el marco de la defensa de los derechos de las comunidades originarias muestra cómo los sentidos sobre algunos procesos históricos siguen en continuo debate.

Resta preguntarnos ¿y las mujeres en la historia? ¿qué lugar tienen en esta disputa por el sentido de algunos procesos históricos? Tal vez el único monumento que honra a una mujer, el de Juana Azurduy que se encuentra en la Ciudad de Buenos Aires, también estuvo envuelto en una polémica. Encubiertas las críticas por el lugar elegido para su emplazamiento, algunos comentarios eran motorizados por una posición política que no estaba de acuerdo con los valores que representaba.

Las estatuas, los monumentos y los nombres propios son elementos de un Estado que busca construir ciertos sentidos específicos y contar una historia hecha a la medida de sus necesidades… ¿Quiénes quedan por fuera de ella? ¿Quiénes faltan en las estatuas de las plazas? Esas ausencias muestran la artificialidad de esos relatos oficiales y permite pensar que lo que está hecho de piedra, lo que parece inerte, estático y “decora” el espacio público en realidad está siempre cubierto de política.

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